Caminando a través de este
jardín del descanso, encontré a una muchacha, amada, rosaleda tierna, espinas llagadas, de arcano
amor y de mirada deslumbrante, perdida. Como su mente, perdida, lejos de este
inframundo; llovía, el viento sereno hacia bailar ligeramente los volantes oscuros de su
hermoso vestido adornado de encaje.
Rosaleda, sin embargo no se comparaba con ninguna rosa, era
una flor única, hermosa en su nieve, una montaña con un corazón inalcanzable.
Sus labios, labios imperiosos, propios de una diosa, una
reina sabia e incuestionable.
Aunque su carácter, carácter sosegado, ruboriza al ajeno cuando
sonríe, cuando afirma dulce, así es ella, propia para su mundo, no importa el
resto cuando sabe que simplemente así misma está.
Y allí la encuentro, como si estuviera perdida en la naturaleza,
que a su vez la envuelve, la abraza, como un ángel de la misma se tratara. Bello,
misterioso y lóbrego querubín…
De repente, atisbé que de sus manos brotaban gotas de
sangre, cuando sin así esperarlo un relámpago seguido del estruendo armonizó
con el grito doliente que la criatura lanzó, cayendo frágil sobre el altar de
piedra sagrada manaron dos impresionante y hermosas alas blancas. Rompiendo sus
ropajes para por fin dejarse ver en todo su esplendor, abriendo paso al mejor
destello de vida, chocando con su postura desconsolada.
Así se mantuvo un tiempo no muy prolongado, sollozaba, no
podía ver su rostro ocultado tras su brazo. Mientras tanto, paró de llover y
finos rayos de luz, provenientes del cielo, empezaron a rozar únicamente su
cuerpo, como si estuvieran amparándola, pero, su piel se petrificaba, volviéndose
en un blanco suave, se estaba convirtiendo en mármol a medida que los hilos
solares deambulaban únicamente por su figura. Inmortalizándola, aun seguía
siendo hermosa.
Cuando quedó completamente convertida en mármol, aquella mágica
luz se perdió y el cielo se volvió a quedar cenizo, el ambiente quedo
aromatizado a tierra mojada. Me acerqué con estupefacción y sobrecogimiento a
aquel ángel de la pena, lo observé sin poder evitar dejar caer mis lágrimas,
me rendía ante la lástima pero
deslumbradora hermosura que irradiaba, arropada de aquel misterio que jamás
podré llegar a descubrir, baje la
cabeza, cerré lo ojos.
Repentinamente, un relámpago descargó sobre el altar donde
se posaba el lamentoso ángel, el susto hizo que rebotara, algo había dejado grabado,
un nombre, me aproximé más para leer con mejor detalle de quien se trataba.
Entonces, mi horror se desató, indomable recorría todo mi
cuerpo, no podía hablar de llanto, mucho menos de hálito, porque al descubrir
el nombre designado al imperecedero grabado, no era nada
más que el mío…